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Editorial
Hay un momento en que la célula, aún viva, deja de buscar proliferar y empieza a buscar sentido. Ese momento no se mide en ciclos ni en volumen, sino en memoria. No de lo que ha hecho, sino de lo que ha sido capaz de detener.
Así comienza el Purgatorio Molecular: en un centro inmóvil donde lo disfuncional no es destrucción, sino estancamiento. Donde la célula que aún respira puede elegir recuperar su juicio.
En este espacio narrativo-científico, acompañamos a Célula en su ascenso desde el núcleo más denso del daño hasta la restitución funcional. Cada canto es una cornisa simbólica, un estrato fisiopatológico donde los pecados moleculares —gula, soberbia, ira, pereza, lujuria, avaricia, envidia— se manifiestan no como juicios morales, sino como desórdenes biológicos que alteran la posibilidad de sanar.
Guiada al inicio por p53 —proteína tutelar, rota pero aún lúcida—, la célula irá encontrando los rostros distorsionados de su linaje, los ecos inflamatorios de una defensa sin tregua, la seductora ambigüedad de señales mal contextualizadas, y la promesa fallida de tratamientos sin propósito.
Aquí no hay castigo. Hay reconocimiento. No hay penitencia. Hay reelaboración.
El ascenso no es metafórico. Es funcional.
Este Purgatorio Molecular no solo relata el viaje de una célula hacia su posible redención: ofrece, para quienes trabajamos con el cuerpo humano, una lectura distinta de la enfermedad. Una lectura donde la patología es también memoria, y la recuperación no es volver a ser lo que se era, sino integrar lo que se aprendió.
Aquí comienza el ascenso.
Aquí se restituye la posibilidad.
— Manuel Alejandro Monroy Funes